La regla de oro más importante
que debe observar toda persona es: “la oración”. Esta representa el puente
entre nosotros -los mortales- y
Dios. Cuando apartamos unos minutos de
nuestras actividades diarias, para decir tan siquiera un
Padrenuestro, con la mayor sinceridad; lo más seguro es que Dios y su hijo
Jesucristo, nos apoyarán en todo lo que hagamos.
Pues, la oración, cuando sale del corazón, es una invitación que le hacemos a Dios. “He aquí yo estoy a la puerta y llamo, si alguno me abre, yo entraré…” Jesucristo, que dio la vida por nosotros, todos los días está tocando la puerta de nuestro corazón…
Pues, la oración, cuando sale del corazón, es una invitación que le hacemos a Dios. “He aquí yo estoy a la puerta y llamo, si alguno me abre, yo entraré…” Jesucristo, que dio la vida por nosotros, todos los días está tocando la puerta de nuestro corazón…
---- ¡Ven muchacho arrodíllate…!
No podemos acostarnos si no hacemos la oración antes…
---Me decía la anciana, de
cabellos blancos y un poco pasada de peso.
Todas las noches me mostraba
rebelde ante tal solicitud. Para mí esto de hacer una oración era lo más
aburrido del mundo… Prefería mil veces ponerme a jugar. Y en efecto, antes de
acostarme me ponía a jugar con unos soldados que hacía de papel. Muy pocos
juguetes de verdad me compraban. En ese momento no lo comprendía… Ahora que
crecí, estoy seguro de que la anciana no me compraba juguetes, porque era muy
pobre. Ella fue una de las pocas personas que me amaron y que me enseñó lo
mejor de su vida: ¡A conversar con Dios…!
Su recuerdo siempre estará en un lugar muy especial de mi mente…
Calculo –no estoy seguro- que la
anciana llamada Leovigilda, había nacido en el año 1880; ya que tenía un poco
más de ochenta años de edad. Estamos ahora mismo en el año1965 (si mi memoria no me falla). A pesar de que la anciana tenía familia, la mayor parte del tiempo,
hasta donde mis recuerdos alcanzan, vivía sola. Yo era su única compañía. La
casa donde vivíamos era de madera, no muy grande. Tenía tres divisiones: una sala. A un lado de
ésta, la cocina; y en la parte posterior, el cuarto donde dormíamos: la anciana y el pequeñín de 4 años, o sea, “yo”. -bastante
grande para dos personas-
La casa estaba casi en el centro
del pequeño pueblo, frente a una calle que salía a la carretera principal, que
atravesaba el país de un extremo a otro.
Cerca una estación de trenes… Algunas veces tenía que viajar con la
ancianita, a visitar a sus familiares que vivían en otro lugar muy distante y
viajábamos en el tren…
---- ¡Niño malcriado! ¡Mañana se
tiene que despertar a las cinco de la mañana! -Me decía la ancianita. ¡…Cómo si
yo no me despertara a esa hora…! Si algo jamás dejaron de enseñarme cuando
estaba pequeño, era que tenía que levantarme al amanecer. Pues para ellos
levantarse tarde era de holgazanes… Siempre me ponían a hacer alguna tarea… ¡Lo
que más odiaba era recoger las hojas del patio…!
----Mañana viajaremos en tren…
Estas palabras que finalmente me expresaba la ancianita, Leovigilda, eran
“palabras mágicas para mí…” No dormía en toda la noche… Y creo que a las tres de
la mañana me levantaba de la cama, pensando que así podía hacer correr el
tiempo… La anciana me regañaba por interrumpirle el sueño… Yo dormía a un lado
de ella, rozando sus costillas, en la misma cama. ¡Por cierto! La cama era de
madera…
“Por la señal de la Santa Cruz,
de nuestros enemigos, líbranos señor, Dios nuestro; en nombre del Padre, del
Hijo, y del Espíritu Santo… Amén”.
“Padre nuestro que estás en el
cielo, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino, sea hecha tu
voluntad, en el cielo como en la tierra; danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores;
no nos dejes caer en tentación y líbranos de todo mal… Amén”.
A esa edad estas eran las
oraciones más aburridas de mi vida… Obviamente, no comprendía el valor de las
sagradas palabras… Y era obvio, que no podía a esta edad entender… Como
cualquier infante de cuatro añitos, únicamente quería jugar...
Pero, gracias a la persistencia y a la convicción, que tenía esta anciana,
de que algún día estas palabras serían mi mayor tesoro… ¡Nunca…! ¡Nunca…! ¡Jamás…! dejó de enseñarme:
“orar a Dios”.
Hoy día le agradezco a Dios, que puso en mi camino a esta anciana Leovigilda, que me regaló el mejor tesoro que puede tener un ser humano “Conversar con Dios”.
Hoy día le agradezco a Dios, que puso en mi camino a esta anciana Leovigilda, que me regaló el mejor tesoro que puede tener un ser humano “Conversar con Dios”.
¡Qué Dios y Jesucristo la tengan
en su gloria…!
Autor:
Eric Enrique
Aragón